A mí, tan luego, hablarme del finado Francisco Real. Yo lo conocí, y eso que éstos no eran sus barrios porque él sabía tallar más bien por el Norte, por esos laos de la laguna de Guadalupe y la Batería. Arriba de tres veces no lo traté, y ésas en una misma noche, pero es noche que no se me olvidará, como que en ella vino la Lujanera porque sí a dormir en mi rancho y Rosendo Juárez dejó, para no volver, el Arroyo. A ustedes, claro que les falta la debida esperiencia para reconocer ése nombre, pero Rosendo Juárez el Pegador, era de los que pisaban más fuerte por Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo, era uno de los hombres de don Nicolás Paredes, que era uno de los hombres de Morel. Sabía llegar de lo más paquete al quilombo, en un oscuro, con las prendas de plata; los hombres y los perros lo respetaban y las chinas también; nadie inoraba que estaba debiendo dos muertes; usaba un chambergo alto, de ala finita, sobre la melena grasienta; la suerte lo mimaba, como quien dice. Los mozos de la Villa le copiábamos hasta el modo de escupir. Sin embargo, una noche nos ilustró la verdadera condición de Rosendo.
Parece cuento, pero la historia de esa noche rarísima empezó por un placero insolente de ruedas coloradas, lleno hasta el tope de hombres, que iba a los barquinazos por esos callejones de barro duro, entre los hornos de ladrillos y los huecos, y dos de negro, dele guitarriar y aturdir, y el del pescante que les tiraba un fustazo a los perros sueltos que se le atravesaban al moro, y un emponchado iba silencioso en el medio, y ése era el Corralero de tantas mentas, y el hombre iba a peliar y a matar. La noche era una bendición de tan fresca; dos de ellos iban sobre la capota volcada, como si la soledá juera un corso. Ese jue el primer sucedido de tantos que hubo, pero recién después lo supimos. Los muchachos estábamos dende tempraño en el salón de Julia, que era un galpón de chapas de cinc, entre el camino de Gauna y el Maldonado. Era un local que usté lo divisaba de lejos, por la luz que mandaba a la redonda el farol sinvergüenza, y por el barullo también. La Julia, aunque de humilde color, era de lo más conciente y formal, así que no faltaban músicantes, güen beberaje y compañeras resistentes pal baile. Pero la Lujanera, que era la mujer de Rosendo, las sobraba lejos a todas. Se murió, señor, y digo que hay años en que ni pienso en ella, pero había que verla en sus días, con esos ojos. Verla, no daba sueño.
La caña, la milonga, el hembraje, una condescendiente mala palabra de boca de Rosendo, una palmada suya en el montón que yo trataba de sentir como una amistá: la cosa es que yo estaba lo más feliz. Me tocó una compañera muy seguidora, que iba como adivinándome la intención. El tango hacía su voluntá con nosotros y nos arriaba y nos perdía y nos ordenaba y nos volvía a encontrar. En esa diversión estaban los hombres, lo mismo que en un sueño, cuando de golpe me pareció crecida la música, y era que ya se entreveraba con ella la de los guitarreros del coche, cada vez más cercano. Después, la brisa que la trajo tiró por otro rumbo, y volví a atender a mi cuerpo y al de la compañera y a las conversaciones del baile. Al rato largo llamaron a la puerta con autoridá, un golpe y una voz. Enseguida un silencio general, una pechada poderosa a la puerta y el hombre estaba adentro. El hombre era parecido a la voz.
Para nosotros no era todavía Francisco Real, pero sí un tipo alto, fornido, trajeado enteramente de negro, y una chalina de un color como bayo, echada sobre el hombro. La cara recuerdo que era aindiada, esquinada.
domingo, 11 de abril de 2010
Resumen del cuento
El narrador cuenta que una noche estaba en "salón de Julia", un lugar donde se bebía, bailaba y se alternaba con prostitutas en el Barrio Santa Rita que en ese entonces era una zona rural en los suburbios de la ciudad de Buenos Aires, cuando entró Francisco Real, apodado El Corralero dándole un empellón a la puerta. Era un hombre alto, fornido vestido de negro con una chalina color bayo, que venía de otro barrio, del norte, en un coche acompañado de otros hombres. Su actitud provocativa hace que primero el narrador y luego otros concurrentes se le fueran encima para pelearlo, pero el recién llegado los aparta mientras sigue hasta el fondo del lugar donde estaba Rosendo Juárez, conocido como El Pegador. Este último era un hombre que trabajaba como elemento de choque para un caudillo político y que por su coraje y habilidad con el cuchillo era respetado todos y admirado por la mayoría de la gente del barrio. Su mujer, conocida como La Lujanera era, entre las que iban al lugar, la más codiciada por los hombres. El Corralero desafió a Rosendo diciéndole que quería ver cuánto coraje y habilidad tenía, dada su fama de cuchillero y de malo; todos los presentes se mantienen expectantes aguardado el duelo pero El Pegador se negó a pelear. La Lujanera se le acercó, le sacó su cuchillo de entre las ropas y se lo dio en la mano pero El Pegador lo lanzó por una ventana que daba sobre el arroyo Maldonado. Entonces su mujer se arrimó al Corralero, le dijo que dejaba a Rosendo porque era un cobarde y comenzaron a bailar juntos. Los demás concurrentes hicieron lo mismo y al rato ambos se marcharon abrazados. El narrador, que se sentía deshonrado y avergonzado, salió del salón con falsas excusas y volvió poco después. Al rato entró la Lujanera sosteniendo a El Corralero agonizante y en tanto lo veían morir contó que mientras estaban afuera alguien desafió a El Corralero y le clavó un puñal; era alguien desconocido, afirmó, no era Rosendo. Cuando uno de los compañeros de Real acusó a la Lujanera de ser la agresora, el narrador se interpuso, le hizo ver que ella no hubiera tenido la fuerza necesaria para dar la puñalada y se burló de que un hombre con fama de fuerte en su barrio como el difunto fuera a terminar muriendo en ese lugar, donde nunca pasaba nada. En eso escucharon que estaba acercándose la policía a caballo y, queriendo evitar problemas, los presentes arrojaron el cadáver de El Corralero al arroyo por la ventana y continuaron bailando. Al final, el narrador-personaje insinuó que él había matado a El Corralero.
PERSONAJES DEL CUENTO *Hombre de la esquina rosada*
El narrador le describe a un Borges oyente, una historia de la cual él es testigo, cómplice y autor. Es el "hombre de la esquina rosada" y se puede deducir que es un hombre que en el lugar pasa desapercibido o que, en todo caso, es percibido como insignificante. Su accionar posterior, narrado o sugerido, muestra que en realidad es una persona que defiende a todo trance sus ilusiones y sus ideales, que también son los de las otras personas del barrio donde vive, que en este caso son el coraje, la hombría, la habilidad que representaba para ellos Rosendo Juárez.
"El autor de la muerte no puede ser considerado "asesino": no tiene rencor, no lo motiva la pasión, simplemente cumple con su deber como verdugo, mata a quien mató a su ídolo. Mata a quién mató sus ilusiones, sus míseras esperanzas de ascenso social y, aunque simultáneamente demostró que podía ocupar el sitial de "guapo" que junto con la vida perdiera su referente, nos enseña que tampoco esa era su intención."[1]
Rosendo Juárez, conocido como El Pegador representa al matón, al cacique, al duro del barrio; a aquel personaje querido por algunos, admirado y respetado por todos, pues Juárez dado sus hazañas realizadas con el puñal, hace temblar con su sola presencia a cualquiera que sepa de él. En la historia, sin embargo, rehuye cobardemente el reto del forastero y se va para desaparecer casi por completo del resto de la narración.
Francisco Real, apodado El Corralero es el retador, descripto como un tipo alto y fornido vestido de negro con una chalina color bayo cuya voz, potente y autoritaria, reflejaba su personalidad. Viene de otro barrio expresamente a desafiar a pelear a El Pegador para incrementar su fama y demostrar que es más varón.
La Lujanera es una prostituta, la mujer más bella del lugar, codiciada por cualquier hombre, pero que estará junto al más poderoso, primero Juárez y luego Real. Será la única visible testigo de la muerte de Real. Asimismo, tal vez de lo visto por esta mujer es que surge el nombre de la historia, pues ella dice que vio a un hombre desconocido darle a El Corralero la puñalada fatal.
"El autor de la muerte no puede ser considerado "asesino": no tiene rencor, no lo motiva la pasión, simplemente cumple con su deber como verdugo, mata a quien mató a su ídolo. Mata a quién mató sus ilusiones, sus míseras esperanzas de ascenso social y, aunque simultáneamente demostró que podía ocupar el sitial de "guapo" que junto con la vida perdiera su referente, nos enseña que tampoco esa era su intención."[1]
Rosendo Juárez, conocido como El Pegador representa al matón, al cacique, al duro del barrio; a aquel personaje querido por algunos, admirado y respetado por todos, pues Juárez dado sus hazañas realizadas con el puñal, hace temblar con su sola presencia a cualquiera que sepa de él. En la historia, sin embargo, rehuye cobardemente el reto del forastero y se va para desaparecer casi por completo del resto de la narración.
Francisco Real, apodado El Corralero es el retador, descripto como un tipo alto y fornido vestido de negro con una chalina color bayo cuya voz, potente y autoritaria, reflejaba su personalidad. Viene de otro barrio expresamente a desafiar a pelear a El Pegador para incrementar su fama y demostrar que es más varón.
La Lujanera es una prostituta, la mujer más bella del lugar, codiciada por cualquier hombre, pero que estará junto al más poderoso, primero Juárez y luego Real. Será la única visible testigo de la muerte de Real. Asimismo, tal vez de lo visto por esta mujer es que surge el nombre de la historia, pues ella dice que vio a un hombre desconocido darle a El Corralero la puñalada fatal.
CUENTO *Hombre de la esquina rosada*
Hombre de la Esquina Rosada es un cuento del escritor argentino Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 24 de agosto de 1899 - Ginebra, 14 de junio de 1986), uno de los autores más destacados de la literatura en español del siglo XX. Fue publicado por primera vez con el nombre de Leyenda policial en la revista Martín Fierro del 26 de febrero de 1927, una segunda versión integró el volumen de El idioma de los argentinos en 1928 con el nombre de Hombres pelearon y una tercera se publicó como Hombres de las orillas en el diario Crítica del 16 de septiembre de 1933. La versión final con su nombre definitivo integró el volumen Historia universal de la infamia, que se publicó en 1935. El autor dedicó el cuento al escritor, poeta y periodista uruguayo Enrique Amorim.
El cuento, que ha sido incluido en antologías y también adaptado para obras de teatro, películas y obras musicales, utiliza palabras arrabaleras, ordinarias, toscas y rústicas, esto es lenguaje orillero como lo llamaba Borges.
El cuento, que ha sido incluido en antologías y también adaptado para obras de teatro, películas y obras musicales, utiliza palabras arrabaleras, ordinarias, toscas y rústicas, esto es lenguaje orillero como lo llamaba Borges.
FRACMENTO* La muerte y la brújula*
De los muchos problemas que ejercitaron la temeraria perspicacia de Lönnrot, ninguno tan extraño - tan rigurosamente extraño, diremos - como la periódica serie de hechos de sangre que culminaron en la quinta de Triste-le-Roy, entre el interminable olor de los eucaliptos. Es verdad que Erik Lönnrot no logró impedir el último crimen, pero es indiscutible que lo previó. Tampoco adivinó la identidad del infausto asesino de Yarmolinsky, pero sí la secreta morfología de la malvada serie y la participación de Red Scharlach, cuyo segundo apodo es Scharlach el Dandy. Ese criminal (como tantos) había jurado por su honor la muerte de Lönnrot, pero éste nunca se dejó intimidar. Lönnrot se creía un puro razonador, un Auguste Dupin, pero algo de aventurero había en él y hasta de tahur.
El primer crimen ocurrió en el Hôtel du Nord, ese alto prisma que domina el estuario cuyas aguas tienen el color del desierto. A esa torre (que muy notoriamente reúne la aborrecida blancura de un sanatorio, la numerada divisibilidad de una cárcel y la apariencia general de una casa mala) arribó el día tres de diciembre el delegado de Podólsk al Tercer Congreso Talmúdico, doctor Marcelo Yarmolinsky, hombre de barba gris y ojos grises. Nunca sabremos si el Hôtel du Nord le agradó: lo aceptó con la antigua resignación que le había permitido tolerar tres años de guerra en los Cárpatos y tres mil años de opresión y de pogroms. Le dieron un dormitorio en el piso R, frente a la suite que no sin esplendor ocupaba el Tetraca de Galilea. Yarmolinsky cenó, postergó para el día siguiente el examen de la desconocida ciudad, ordenó en un placard sus muchos libros y sus muy pocas prendas, y antes de medianoche apagó la luz. (Así lo declaró el chauffeur del Tetrarca, que dormía en la pieza contigua.) El cuatro, a las 11 y 3 minutos A.M., lo llamó por teléfono un redactor de la Yidische Zaitung; el doctor Yarmolinsky no respondió; lo hallaron en su pieza, ya levemente oscura la cara, casi desnudo bajo una gran capa anacrónica. Yacía no lejos de la puerta que daba al corredor; una puñalada profunda le había partido el pecho. Un par de horas después, en el mismo cuarto, entre periodistas, fotógrafos y gendarmes, el comisario Treviranus y Lönnrot debatían con serenidad el problema.
–No hay que buscarle tres pies al gato–decía Treviranus, blandiendo un imperioso cigarro–.Todos sabemos que el Tetrarca de Galilea posee los mejores zafiros del mundo. Alguien, para robarlos, habrá penetrado aquí por error. Yarmolinsky se ha levantado; el ladrón ha tenido que matarlo. ¿Qué le parece?
–Posible, pero no interesante–respondió Lönnrot–. Usted replicará que la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis. En la que usted ha improvisado interviene copiosamente el azar. He aquí un rabino muerto; yo preferiría una explicación puramente rabínica, no los imaginarios percances de un imaginario ladrón.
Treviranus repuso con mal humor:
–No me interesan las explicaciones rabínicas; me interesa la captura del hombre que apuñaló a este desconocido.
–No tan desconocido–corrigió Lönnrot –. Aquí están sus obras completas–. Indicó en el placard una fila de altos volúmenes; una Vindicación de la cábala; un Examen de la filosofía de Robert Fludd; una traducción literal del Sepher Yezirah; una Biografía del Baal Shem; una Historia de la secta de los Hasidim; una monografía (en alemán) sobre el Tetragrámaton; otra, sobre la nomenclatura divina del Pentateuco. El comisario los miró con temor, casi con repulsión. Luego, se echó a reír.
–Soy un pobre cristiano–repuso–. Llévese todos esos mamotretos, si quiere; no tengo tiempo que perder en supersticiones judías.
–Quizás este crimen pertenece a la historia de las supersticiones judías–murmuró Lönnrot.
–Como el cristanismo–se atrevió a completar el redactor de la Yidische Zaitung. Era miope, ateo y muy tímido.
Nadie le contestó. Uno de los agentes había encontrado en la pequeña máquina de escribir una hoja de papel con esta sentencia inconclusa
El primer crimen ocurrió en el Hôtel du Nord, ese alto prisma que domina el estuario cuyas aguas tienen el color del desierto. A esa torre (que muy notoriamente reúne la aborrecida blancura de un sanatorio, la numerada divisibilidad de una cárcel y la apariencia general de una casa mala) arribó el día tres de diciembre el delegado de Podólsk al Tercer Congreso Talmúdico, doctor Marcelo Yarmolinsky, hombre de barba gris y ojos grises. Nunca sabremos si el Hôtel du Nord le agradó: lo aceptó con la antigua resignación que le había permitido tolerar tres años de guerra en los Cárpatos y tres mil años de opresión y de pogroms. Le dieron un dormitorio en el piso R, frente a la suite que no sin esplendor ocupaba el Tetraca de Galilea. Yarmolinsky cenó, postergó para el día siguiente el examen de la desconocida ciudad, ordenó en un placard sus muchos libros y sus muy pocas prendas, y antes de medianoche apagó la luz. (Así lo declaró el chauffeur del Tetrarca, que dormía en la pieza contigua.) El cuatro, a las 11 y 3 minutos A.M., lo llamó por teléfono un redactor de la Yidische Zaitung; el doctor Yarmolinsky no respondió; lo hallaron en su pieza, ya levemente oscura la cara, casi desnudo bajo una gran capa anacrónica. Yacía no lejos de la puerta que daba al corredor; una puñalada profunda le había partido el pecho. Un par de horas después, en el mismo cuarto, entre periodistas, fotógrafos y gendarmes, el comisario Treviranus y Lönnrot debatían con serenidad el problema.
–No hay que buscarle tres pies al gato–decía Treviranus, blandiendo un imperioso cigarro–.Todos sabemos que el Tetrarca de Galilea posee los mejores zafiros del mundo. Alguien, para robarlos, habrá penetrado aquí por error. Yarmolinsky se ha levantado; el ladrón ha tenido que matarlo. ¿Qué le parece?
–Posible, pero no interesante–respondió Lönnrot–. Usted replicará que la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis. En la que usted ha improvisado interviene copiosamente el azar. He aquí un rabino muerto; yo preferiría una explicación puramente rabínica, no los imaginarios percances de un imaginario ladrón.
Treviranus repuso con mal humor:
–No me interesan las explicaciones rabínicas; me interesa la captura del hombre que apuñaló a este desconocido.
–No tan desconocido–corrigió Lönnrot –. Aquí están sus obras completas–. Indicó en el placard una fila de altos volúmenes; una Vindicación de la cábala; un Examen de la filosofía de Robert Fludd; una traducción literal del Sepher Yezirah; una Biografía del Baal Shem; una Historia de la secta de los Hasidim; una monografía (en alemán) sobre el Tetragrámaton; otra, sobre la nomenclatura divina del Pentateuco. El comisario los miró con temor, casi con repulsión. Luego, se echó a reír.
–Soy un pobre cristiano–repuso–. Llévese todos esos mamotretos, si quiere; no tengo tiempo que perder en supersticiones judías.
–Quizás este crimen pertenece a la historia de las supersticiones judías–murmuró Lönnrot.
–Como el cristanismo–se atrevió a completar el redactor de la Yidische Zaitung. Era miope, ateo y muy tímido.
Nadie le contestó. Uno de los agentes había encontrado en la pequeña máquina de escribir una hoja de papel con esta sentencia inconclusa
CUENTO *La muerte y la brújula*
La Muerte y la Brujula es un cuento fantástico-policial de Jorge Luis Borges, en donde un detective investiga una serie de crímenes que son, a su vez, parte de un rompecabezas más complejo. La trama se sitúa en una ciudad que, pese a los nombres en francés, no es otra que Buenos Aires.
La muerte y la brújula de Jorge Luis Borges es parte de la literatura que ha sido clasificada como policíaca. Este tipo de obras reciben este nombre porque narran cómo se da la búsqueda del culpable de algún crimen. La literatura policíaca fue creada por el escritor norteamericano Edgar Allan Poe, quien en dos cuentos (Los crímenes de la calle Morgue y La carta robada) introdujo al primer personaje detective de la historia de la literatura. Este personaje, llamado Auguste Dupin, es mencionado en el cuento de Borges, por lo que se puede considerar que esas obras son intertextos de este cuento.
El argumento de La muerte y la brújula gira en torno a un grupo de asesinatos que tratan de ser resueltos por el detective Erik Lönnrot. Estos asesinatos están ocurriendo el 3 de cada mes en un punto cardinal distinto. El asesino ha estado dejando inscripciones que relacionan cada asesinato con cada una de las letras de un nombre. Después del tercer asesinato, que en realidad fue un simulacro, un sobre anónimo llegó a la policía sosteniendo la hipótesis de que no habría cuarto asesinato, pues los tres anteriores formaban triángulo equilátero perfecto. Lönnrot, suponiendo que las letras de las inscripciones se refieren al tetragrámaton sospecha que habrá un cuarto asesinato y que con este, en lugar de un triángulo, se formará un rombo. De este modo, se presenta el día indicado en el lugar donde debía ocurrir el último crimen. Ahí, descubre que todo ha sido una trampa que le ha tendido Red Scharlach.
VIDA LITERARIA DE Jorge Luis Borges
El 4 de marzo de 1921, junto con su abuela paterna —Frances Haslam, quien se les había unido en Ginebra en 1916— sus padres y su hermana, Borges embarcó en el puerto de Barcelona en el "Reina Victoria Eugenia", que los devolvería a Buenos Aires. En el puerto los esperaba el escritor, filósofo de la paradoja y humorista surreal Macedonio Fernández, cuya amistad Borges habría de heredar de su padre. El contacto con Buenos Aires llevó al poeta a una relación exaltada de «descubrimiento» con su ciudad natal. Así comenzó a dar forma a la mitificación de los barrios suburbanos, donde asentaría parte de su constante idealización de lo real. Ya en Buenos Aires publicó en la revista española Cosmópolis, fundó la revista mural Prisma (de la que sólo se publicaron dos números) y también publicó en Nosotros, dirigida por Alfredo Bianchi. Por esa época conoció a Concepción Guerrero, una joven de dieciséis años de quien se enamoró. En 1922 visitó a Leopoldo Lugones junto a Eduardo González Lanuza para entregarle el último número de Prisma. En agosto de 1924 fundó la revista ultraísta Proa junto con Ricardo Güiraldes, autor de Don Segundo Sombra; Alfredo Brandán Caraffa y Pablo Rojas Paz, aunque paulatinamente iría abandonando esa estética.[8] [12] En 1923, en víspera de un segundo viaje a Europa, Borges publicó su primer libro de poesía, Fervor de Buenos Aires, en el que se prefigura, según palabras del propio Borges, toda su obra posterior. Fue una edición preparada apuradamente, en la que se colaron algunas erratas y que, además, carecía de prólogo. Para la tapa su hermana Norah realizó un grabado. Se editaron unos trescientos ejemplares; los pocos que se conservan son considerados tesoros por los bibliófilos y en algunos se aprecian correcciones manuscritas realizadas por el mismo Borges. En Fervor de Buenos Aires es donde emotivamente confesó que, finalmente, «las calles de Buenos Aires/ya son mi entraña». Son treinta y tres poemas tan heterogéneos que aluden a un juego de cartas (el truco), o al "tirano" Juan Manuel de Rosas, o a la exótica Benarés; sin ahorrar el espacio para solazarse en un patio anónimo de Buenos Aires, «en la amistad oscura/ de un zaguán, de una parra y de un aljibe». Sobre el espíritu de este libro ha escrito Borges que «en aquel tiempo buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha».[12]
Después de un año en España e instalado definitivamente en su ciudad natal a partir de 1924, Borges colaboró en algunas revistas literarias y con dos libros adicionales, Luna de enfrente e Inquisiciones —que nunca reeditó— establecería para 1925 su reputación de jefe de la más joven vanguardia. En los siguientes treinta años Borges se transformaría en uno de los más brillantes y más polémicos escritores de América. Cansado del ultraísmo que él mismo había traído de España, intentó fundar un nuevo tipo de regionalismo, enraizado en una perspectiva metafísica de la realidad. Escribió cuentos y poemas sobre el suburbio porteño, sobre el tango, sobre fatales peleas de cuchillo, como "Hombre de la esquina rosada" y "El puñal". Pronto se cansó también de este «ismo» y empezó a especular por escrito sobre la narrativa fantástica o mágica, hasta el punto de producir durante dos décadas —desde 1930 a 1950— algunas de las más extraordinarias ficciones del siglo XX: Historia universal de la infamia, Ficciones, El Aleph, entre otros
Después de un año en España e instalado definitivamente en su ciudad natal a partir de 1924, Borges colaboró en algunas revistas literarias y con dos libros adicionales, Luna de enfrente e Inquisiciones —que nunca reeditó— establecería para 1925 su reputación de jefe de la más joven vanguardia. En los siguientes treinta años Borges se transformaría en uno de los más brillantes y más polémicos escritores de América. Cansado del ultraísmo que él mismo había traído de España, intentó fundar un nuevo tipo de regionalismo, enraizado en una perspectiva metafísica de la realidad. Escribió cuentos y poemas sobre el suburbio porteño, sobre el tango, sobre fatales peleas de cuchillo, como "Hombre de la esquina rosada" y "El puñal". Pronto se cansó también de este «ismo» y empezó a especular por escrito sobre la narrativa fantástica o mágica, hasta el punto de producir durante dos décadas —desde 1930 a 1950— algunas de las más extraordinarias ficciones del siglo XX: Historia universal de la infamia, Ficciones, El Aleph, entre otros
biografia de Jorge Luis Borges
Jorge Francisco Isidoro Luis Borges (Buenos Aires, 24 de agosto de 1899 – Ginebra, 14 de junio de 1986) fue un escritor argentino, uno de los autores más destacados de la literatura del siglo XX. Publicó ensayos breves, cuentos y poemas. Su obra, fundamental en la literatura y en el pensamiento humano, ha sido objeto de minuciosos análisis y de múltiples interpretaciones, trasciende cualquier clasificación y excluye cualquier tipo de dogmatismo.[2]
Se lo ha presentado, con razón, como el erudito más grande del siglo XX, lo cual no impide que la lectura de sus escritos suscite momentos de viva emoción o de simple distracción. Ontologías fantásticas, genealogías sincrónicas, gramáticas utópicas, geografías novelescas, múltiples historias universales, bestiarios lógicos, silogismos ornitológicos, éticas narrativas, matemáticas imaginarias, thrillers teológicos, nostálgicas geometrías y recuerdos inventados son parte del inmenso paisaje que las obras de Borges ofrece tanto a los estudiosos como al lector casual. Y sobre todas las cosas, la filosofía, concebida como perplejidad, el pensamiento como conjetura, y la poesía, la forma suprema de la racionalidad. Siendo un literato puro pero, paradójicamente, preferido por los semióticos, matemáticos, filólogos, filósofos y mitólogos, Borges ofrece -a través de la perfección de su lenguaje, de sus conocimientos, del universalismo de sus ideas, de la originalidad de sus ficciones y de la belleza de su poesía- una obra que hace honor a la lengua española y la mente universal.[3]
Ciego a los cincuenta cinco años, personaje polémico, con postura políticas que le impidieron ganar el premio Nobel de literarura al que fue candidato durante casi treinta años, Borges siempre soñó con ue la posteridad le perdonara sus errores y le concediera la gloria de que se lo recordase por sus mejores textos.
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